El 24 de febrero de 2022 comenzó la invasión de Rusia a Ucrania. En esa fecha, yo estaba viajando por Zagreb, capital de Croacia, y tenía planes para pasar de ahí hacia Varsovia, capital de Polonia y frontera con territorio ucraniano. Algunas personas desde Colombia me estaban tratando de prevenir acerca de la mala idea que podría ser pasar por Polonia en ese momento de la historia, no le vi mucho problema y tomé el tren hacia Varsovia, después de pasar por Budapest, Viena y Praga.
Previamente, desde que empezó la invasión, en esas ciudades pude constatar una solidaridad arrolladora con Ucrania, así como algunas actitudes frente a los rusos que, de acuerdo a la conversación que tuve con un par de ellos, les causaban ciertas incomodidades, como la cancelación de todos los vuelos en Europa de Aeroflot, la aerolínea nacional rusa, lo que dejó varado a más de uno por varios días, y lo más difícil de todo, tener que negar su nacionalidad a ratos por miedo a recibir malos comentarios, producto de un problema el cual no es su responsabilidad. Como colombianos estamos tan acostumbrados a esto, por el peso de la historia, que es difícil ponerse en los zapatos de los demás.
Con eso en la mente llegué a Varsovia, en Polonia, a visitar a mi buen amigo Luis Miguel y recorrer la ciudad por unos días, fue ahí donde me choqué directamente con la situación de todos los refugiados que empezaban a salir de Ucrania, pues los hoteles y las estaciones de transporte estaban llenas de ucranianos que cruzaban la frontera, en su mayoría mujeres y niños, pues los hombres no tenían permitido salir del país. Me habría encantado entablar conversaciones con las personas que huían de Ucrania, sin embargo, lo complejo de la situación personal de ellos, sumado a su poca amabilidad y su bajo nivel de inglés, no lo pude hacer.
Luego de Varsovia, tomé un tren para Cracovia, al sur de Polonia, con la intención de visitar el campo de concentración de Auschwitz, que queda en un pueblo llamado Oświęcim, y considero importante señalar el nombre del pueblo, pues la guía de Auschwitz nos comentó que la gente del pueblo ha hecho numerosos esfuerzos por ser reconocidos más allá de la historia del genocidio. El recorrido por Auschwitz es muy difícil de hacer, está cargado de un horror que es muy complicado de dimensionar, y más en el contexto de esos días, pues es hasta ridículo pensar que, tan solo a tres horas de recorrido desde Oświęcim, se estaba librando nuevamente una guerra.
Con la carga emocional del recorrido de Auschwitz, regresé esa tarde a Cracovia para tomar un tren nocturno hacia Berlín. La situación en la estación central era incontrolable, estaba llena de refugiados ucranianos y la policía local tuvo que tomar varias medidas para tratar de controlar la multitud, como colocar escuadrones antimotines a lo largo de los puentes de la estación. No todo era descontrol, pues había una avalancha de voluntarios, quienes amablemente llevaban alimentos y ayudaban en la traducción a los miles de refugiados que estaban buscando la manera de llegar a cualquier lugar lejos de Ucrania. Conseguir el tren nocturno a Berlín fue imposible, y, como pude, gracias a la amabilidad de la persona de la taquilla, logré conseguir un trayecto más largo que implicaba cambios de tren en Praga, que ya la conocía, y en un pueblo fronterizo entre Polonia y República Checa llamado Bohumín, del que no tenía idea.
El primer tren arrancaba a eso de la medianoche, y yo pensaba que podía dormir unas horas hasta llegar a Bohumín y hacer el cambio, pero mi idea cambió al entrar al vagón que tenía asignado, pues este lo tuve que compartir con una familia de Ucrania compuesta por una señora mayor, dos señoras más jóvenes, un niño y una niña. Ninguna de ellas hablaba inglés, por lo que era imposible entablar alguna conversación. A la familia le mostré mi pasaporte para tratar de explicarles mi nacionalidad colombiana. No pudimos hablar más por el camino, pero pude observarlas bastante en el trayecto, y fui testigo de todo el malestar que la guerra les estaba causando. Las señoras estaban lidiando con muchas cosas a la vez: el estrés del viaje, el cansancio de la hora, las lágrimas espontaneas que les surgieron varias veces en el camino, supongo yo que provocadas por el dolor que les habrá causado el dejar algunos miembros de su familia atrás. A pesar de eso, la actitud les cambiaba al momento de interactuar con los niños en un esfuerzo por no transmitirles el peso emocional que cargaban. A ratos traté de hacer algunas mímicas con los niños en mi intento por ser amigable. Nunca pudimos hablar, pero en esas horas sentí el dolor que transmitía esa familia, casi como si fuera yo un miembro más de ella.
Después de las tres de la mañana llegamos a Bohumín, en donde me despedí de la familia y me bajé del tren, el cual estaba sitiado por varias cámaras y periodistas que trataban de retratar el peregrinaje de miles de familias ucranianas que pasaban por ahí. Los policías y los equipos de voluntarios tenían señalizado todo el camino entre el puente y la estación para guiar a los ucranianos hacia una sala destinada a su refugio. Por la hora y el frío del invierno, resulté llegando, un poco confundido, a dicha sala equipada con catres y cobijas, en donde fui recibido como un ucraniano más, con toda la sensibilidad y la amabilidad que los voluntarios mostraban a todos.
Al entrar a la sala, me ofrecieron un catre y comida caliente que en un principio rechacé, sin lograr darles una razón, pues nadie hablaba inglés de los que estaban ahí. No quería abusar de dicha solidaridad, y sentía que si aceptaba el catre y la comida que me ofrecían significaba dejar a alguien por fuera que realmente lo necesitara, pues no había ningún puesto de comidas abierto a esa hora, y el frío que hacía rozaba los -3ºC. Finalmente, una persona habló en inglés conmigo y logré explicarle todo, y esta persona me ofreció quedarme para que no aguantara el frío que hacía afuera. Me acomodé, y después traté de ayudar un poco a los voluntarios repartiendo alimentos a los demás y permitiendo que una persona hiciera una llamada desde mi celular. Es admirable la labor de esos voluntarios al ponerle buena cara a toda la tristeza que rodeaba esa sala, pues el mismo efecto que tuve en el vagón del tren con la familia, lo vi multiplicado aquí en todas las caras de las personas que iban llegando.
La carga de la situación, sumado con el peso emocional de recorrer Auschwitz y el cansancio de la hora, me hicieron sentirme como si fuese un ucraniano más en esa noche, con mucho peso sobre las espaldas, pero también con una disposición de continuar adelante en busca de algún tipo de esperanza esperanza. Me reconfortó saber que la guerra, si bien despierta lo peor de la humanidad, al mismo tiempo suele generar grandes muestras de solidaridad, como esa avalancha de voluntarios que me topé por todo el camino. Ojalá esa misma solidaridad estuviera presente con todas las invasiones y guerras de hoy, empezando por Colombia, que a veces se nos hace tan ajeno el conflicto en las regiones, y simplemente actuamos con indiferencia. Volviendo a aquella noche, siendo entre cinco y seis de la mañana, tomé el siguiente tren para Praga y luego hacia Berlín, sin volver a toparme con una situación similar a lo largo de ese viaje. En la memoria quedó el rostro de tristeza, sobre todo de los más ancianos, quienes retrataban de manera más honesta la situación.
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